jueves, 14 de febrero de 2013

El Puente


El rugido de las hélices de la avioneta cayendo en picada se volvió más intenso. Un ave había impactado en el motor, el cual había sido reducido a un montón de hierro caliente y humeante, totalmente inservible, causando así la caída en picada de la avioneta.
Por suerte se encontraban a muchos metros sobre el nivel del mar caribeño, así que el piloto consiguió con el tiempo justo maniobrar la avioneta para realizar un aterrizaje más que forzoso, pero no pudo evitar que la avioneta quedara incrustada sobre la arena de una de las islas de aquel archipiélago.
Marcos y Javier, piloto y copiloto, estaban varados en el medio de playas paradisíacas completamente blancas por los salitres, con aguas claras en las que se podían apreciar detalles de los peces que nadaban perezosamente entre una vegetación acuática impresionante. Luego de caminar varias horas entre islotes y aguas no profundas que dividían a las mismas, buscaban algún tipo de comunicación para mandar, sea por radio, telégrafo o lo que fuere, un comunicado pidiendo S.O.S., pero nada de esto ocurrió.
Minutos antes de salir a vuelo, los dos tripulantes habían sido advertidos de una terrible tribu salvaje perdida en una de las cientos de islas que conformaban el archipiélago. Los nativos que se encontraban cerca del rudimentario aeropuerto les advirtieron que los hombres de ésta tribu capturaban a todo ser que se acercara a sus aposentos, para luego hacer una especie de ritual y devorarse sin piedad a los cautivos.
Luego de varias horas de caminata y con muy poca agua, desenmarañaron unos arbustos hasta el punto de poder vislumbrar un puente carcomido por los hongos, de aproximadamente 25 metros de largo. Siguieron caminando por la isla que daba hacia el Este del puente, comenzaron a cruzar hacia la otra isla cuando una trampa fabricada por los aborígenes atravesó con dos flechas, una en el tórax y otra en el hombro izquierdo a Marcos, lo que hizo que Javier se tirara cuerpo a tierra para evitar cualquier objeto filoso y con la punta envenenada que pudiese volar en dirección hacia donde él se encontraba.
En el momento en que se agachó, logró vislumbrar tres individuos delante de él corriendo hacia el puente, con pinturas blancas en sus caras y tatuajes dolorosos sobre sus cabezas rapadas, gritando para llamar al resto de la tribu y blandiendo arcos elásticos hechos con cañas y un carcaj tejido con el hígado de algún animal de la zona, repleto de flechas sumergidas en veneno de una serpiente de color verdoso que dormía a sus víctimas para luego ingerirlas vivas, y que se confundía entre las raíces de los árboles de aquellas islas.
Ojalá pudiese decir que Javier salió vivo de aquella situación, pero temo admitir que no lo hizo. Colocó una pistola que disparaba bengalas sobre su lengua, lamentó hacer caso omiso a las advertencias en el aeropuerto, revivió sus recuerdos más nítidos, inclusive uno en el que cuando era niño y atravesó un momento de su vida muy vergonzoso (por haberse orinado en sus pantalones en primaria), recordó los profundos aromas de las flores que sobraban en el país en el que vivía y otras adorables memorias que grabó en su mente al momento de jalar el gatillo que le lanzó un proyectil y le perforó el cráneo, justo después de auto convencerse de que, en esas condiciones era un hombre muerto, pero un hombre que prefirió morir recostado en aquella estructura de madera de un disparo certero, a ser hervido tortuosamente en una olla gigante por los caníbales salvajes.