El rugido de las hélices de la avioneta cayendo en picada se
volvió más intenso. Un ave había impactado en el motor, el cual había sido
reducido a un montón de hierro caliente y humeante, totalmente inservible,
causando así la caída en picada de la avioneta.
Por suerte se encontraban a muchos metros sobre el nivel del
mar caribeño, así que el piloto consiguió con el tiempo justo maniobrar la
avioneta para realizar un aterrizaje más que forzoso, pero no pudo evitar que la
avioneta quedara incrustada sobre la arena de una de las islas de aquel
archipiélago.
Marcos y Javier, piloto y copiloto, estaban varados en el
medio de playas paradisíacas completamente blancas por los salitres, con aguas
claras en las que se podían apreciar detalles de los peces que nadaban
perezosamente entre una vegetación acuática impresionante. Luego de caminar
varias horas entre islotes y aguas no profundas que dividían a las mismas,
buscaban algún tipo de comunicación para mandar, sea por radio, telégrafo o lo
que fuere, un comunicado pidiendo S.O.S., pero nada de esto ocurrió.
Minutos antes de salir a vuelo, los dos tripulantes habían
sido advertidos de una terrible tribu salvaje perdida en una de las cientos de
islas que conformaban el archipiélago. Los nativos que se encontraban cerca del
rudimentario aeropuerto les advirtieron que los hombres de ésta tribu capturaban
a todo ser que se acercara a sus aposentos, para luego hacer una especie de
ritual y devorarse sin piedad a los cautivos.
Luego de varias horas de caminata y con muy poca agua, desenmarañaron
unos arbustos hasta el punto de poder vislumbrar un puente carcomido por los
hongos, de aproximadamente 25 metros de largo. Siguieron caminando por la isla
que daba hacia el Este del puente, comenzaron a cruzar hacia la otra isla cuando una
trampa fabricada por los aborígenes atravesó con dos flechas, una en
el tórax y otra en el hombro izquierdo a Marcos, lo que hizo que Javier se
tirara cuerpo a tierra para evitar cualquier objeto filoso y con la punta
envenenada que pudiese volar en dirección hacia donde él se encontraba.
En el momento en que se agachó, logró vislumbrar tres
individuos delante de él corriendo hacia el puente, con pinturas blancas en sus
caras y tatuajes dolorosos sobre sus cabezas rapadas, gritando para llamar al
resto de la tribu y blandiendo arcos elásticos hechos con cañas y un carcaj tejido
con el hígado de algún animal de la zona, repleto de flechas sumergidas en
veneno de una serpiente de color verdoso que dormía a sus víctimas para luego
ingerirlas vivas, y que se confundía entre las raíces de los árboles de
aquellas islas.
Ojalá pudiese decir que Javier salió vivo de aquella
situación, pero temo admitir que no lo hizo. Colocó una pistola que disparaba
bengalas sobre su lengua, lamentó hacer caso omiso a las advertencias en el
aeropuerto, revivió sus recuerdos más nítidos, inclusive uno en el que cuando
era niño y atravesó un momento de su vida muy vergonzoso (por
haberse orinado en sus pantalones en primaria), recordó los profundos aromas de las flores
que sobraban en el país en el que vivía y otras adorables memorias que grabó en
su mente al momento de jalar el gatillo que le lanzó un proyectil y le perforó
el cráneo, justo después de auto convencerse de que, en esas condiciones era un
hombre muerto, pero un hombre que prefirió morir recostado en aquella
estructura de madera de un disparo certero, a ser hervido tortuosamente en una
olla gigante por los caníbales salvajes.